La ciega era yo. Y era ciega el ave detrás del muro del amanecer. En la calle éramos una multitud de ciegos, hablando a la vez de lo que nos imaginábamos que era la luz.
Con frecuencia yo me sentía aturdida en medio de una penumbra irreal, cual nota que una mano desconocida hace al tocar una cuerda rígida. Pero con mis pasos de gota por el teclado, desperté los avatares que la ciega no podía ver, y ahora imagino también sus pasos junto a los míos. ¿De quién son esos pasos que después son gotas?
Puedo sentir en la sangre la profundidad de su canto, construyendo un tótem de escalas y crepúsculos imaginados que le erizan la piel a cualquiera. Y aquel día gris, que de mi cuerpo volaron insectos en extinción, es solo un sordo recuerdo. Hoy, de la piel como de una bombilla encendida, emanan palabras y palabras, y las palomas vuelan hasta el otro extremo del mundo donde las gentes pueden ver.
Beatriz Osornio Morales. Imagen de la red.