Yo no quería marcharme. De mis ganas, me habría quedado allí camuflada como el índigo en el azul. Pero estaban todos alrededor nuestro, inquiriendo con miradas silenciosas por qué habíamos hecho islas de ellos.
Quería verte siempre con la esperanza del verde que retorna vivo tras el invierno. Y debí haber hecho algo que me delató, decir sin decir como sucede en esos casos en que tratas de ocultar el rojo con un lienzo blanco.
A tu madre se le endureció la mirada al instante. Tu mujer, incrédula preguntó respecto de otras cosas, como para corregir una frase en la línea morada de aquella tarde íntima. Nunca pensé que lo fuera, íntima, hasta hoy que la memoria despierta y el corazón se exprime como una naranja que reconstruye la pasión en el zumo dulce amargo de nuestras palabras, muecas deliberadas.
Así como cuenta la leyenda que siete gotas de lluvia, mientras caían se amaron hasta formar un arco iris en el cielo. Al verse separadas por los granizos, enterraron su corazón en la tierra, y cada vez que llueve y la tierra se ablanda, los colores de las gotas se traslucen, su resplandor se levanta con los rayos del sol, entonces sus almas de color se extienden hasta tocarse pero sin confundirse, acto que sólo dura lo que dura la humedad tocada por el sol.
Ahora que los bordes de aquellas palabras alcanzan a rosar mis manos y salpican la mejilla, quisiera inventar otra tarde, sin despedida ni nubes grisáceas en la voz. Una tarde sin islas en el atardecer, solo arcoiris que muestran el escondido tesoro de los amantes, sus colores alcanzándose y tiñendo el ascenso a los sueños. El oro al final del arcoiris es una secreta promesa. Quisiera verlo siempre, siempre.
Yo no quería marcharme…

Beatriz Osornio Morales. Imagen de la red.
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