Soñó que alguien la quería al punto de hacer cualquier cosa por ella, literalmente, y al parecer un día se le cumplió. Lo conoció en un restaurante a la hora del almuerzo. Parecía un buen hombre, bronceado, de estatura media con músculos firmes, lo que contrastaba con su personalidad cándida y un tanto insignificante, expresión suave, cabello crespo, negro y muy acariciable, como suele decirse entre amigas.
Era en verano, lo que para ella sería de principio una aventura casual. Tomó un trabajo temporal en la central de abastos del estado de México, en busca de fondos monetarios para prodigarse tratamiento dental urgente. El era estibador y asistente de bodega. Quizá su limitación de personalidad era cuestión de actitud, de qué otra forma ponerlo, su educación era precaria, no había terminado ni lo que en este país se conoce como educación primaria. No tenía aspiraciones de un día ser educado, hacer carrera, conseguir mejor empleo, pero sobre todo transformarse a sí mismo en alguien de conocimientos. Lo más cercano a una ambición de conocimiento institucional, era de la liga de lucha libre, por lo que tenía una afición y aspiraciones de un día llegar a ser uno de esos buenos actores enmascarados.
Eran muy jóvenes. Ella estudiaba la secundaria. Su personalidad juguetona fue la que le llevó a aceptar la propuesta de una relación amorosa con alguien a quien consideró de inmediato distinto a su tipo. Sabía que a final de mes, todo aquello (trabajo de mesera y mensajera) incluyéndolo a él quedarían sumidos en algún rincón oscuro de la memoria. Pasaron buenos ratos, entre juegos y manoseos adolescentes. El cada vez se iba clavando más en la relación mostrándose cercano y hasta dependiente de dicha relación, a ella le hacía gracia presenciar la perturbación del hombre ante su blanquísimo seno, desnudo a propósito. En el sueño, le tomaba la mano y la guiaba hasta las partes más femeninas que él no se atrevía a tocar, lo que indica que quizá entonces él también haya sido todavía virgen. La estaban pasando bien.
Tres días antes de marcharse (a pesar de que le profesaba un trato amoroso que ella misma considera hasta la fecha, sincero) estaba segura de que no habría problema en decir adiós. Pero llegó el final de mes y no fue así.
Paso a despedirse por la mañana, sus ojos estaban más nostálgicos que de costumbre, temió verle llorar pero la que terminó llorando fue ella. Él prometió que un día la buscaría, “sí como no, pensó,” y se marchó triste y confundida. A lo lejos volteó y él todavía estaba allí en el pasillo de la central mirándole hasta desaparecer en la esquina, donde le pareció ver que levantaba la mano para decir adiós.
Finales de agosto, hacía calor en el autobús. Fue el viaje más largo de su vida.
Unos meses después, recibió regalos inesperados. Los buenos momentos se reavivaron en su mente, y lo que antes parecía algo disparatado, empezó a sonarle como una promesa con esperanzas. Se dejo envolver por un sentimiento dulce. Dejo de sentir pena al renunciar a las solicitudes de los chicos de su clase, a quienes comparaba con Ubaldo, y pese a las obvias ventajas de un mejor futuro, su gran desventaja fue ser comunes y ordinarios. Para ese entonces ella se había puesto ya al día en lo referente a la lucha libre.
Una media mañana de domingo de un mes olvidado, en que Lidia miraba el televisor, entró su madre a avisar que alguien la buscaba, a lo que respondió indignada por la absurda interrupción del programa de lucha libre, retrasó su atención en el asunto. Después del segmento del espectáculo, durante los anuncios se dio por fin a descubrir quién podría ser el misterioso visitante. Casi cae de la sorpresa. Era él. Había dado con ella pese a una gran serie de tribulaciones.
Caminaron a orillas del lago, él insistió en que se casaran. No desistió ante la primera negativa. Lidia lo amaba, creyó que lo amaba. Pero si él no tenía aspiraciones, ella sí. Debía marcharse a otra ciudad en busca de una oportunidad para estudiar, era un mal momento para el matrimonio.
Ya en Noriega, anduvo sin residencia permanente por unos meses, no hace falta dar detalles de cómo fue a parar de interna en un convento. Luego de unos meses de ocupaciones en los estudios de turismo, recibió otra visita sorpresiva. Lo recibió en el vestíbulo, pero estaría en chino encontrar una excusa para salir. La directora del convento era audaz y no se tragaba cualquier cuento. Y ella, entre emocionada y preocupada por lo que implicaba, o imaginaba que implicaba todo aquello (Ubaldo, no recuerda su apellido, siguiéndola hasta el fin del mundo), debía verlo.
Hizo que se marchara de momento, e indicó que lo vería más tarde en el jardín cercano a San Diego.
Llevó a la cocina la canasta de dulces regionales que le había traído. Aprovechando que la directora estaba allí, y se apresuró a preguntar quién era el apuesto visitante, Lidia dijo que se trataba de un pariente lejano, vivía en Puebla, había venido a la ciudad por un asunto personal y le había prometido salir a comer con él. Y así sin más vueltas al asunto, le ofreció una alegría de ajonjolí, consiguiendo sin chistar el permiso para salir. La directora estaba de buenas y le valió poco la excusa, lo mismo hubiera dado que le contara una de chinos.
El encuentro fue más de contacto que de palabras, se besaron como si quisiesen devorarse.
Ubaldo (Lidia no recuerda su nombre completo) se dejo guiar por ella en la ciudad desconocida, mientras sin arrumacos y excesivas explicaciones comentó lo impresionante de las montañas y la belleza que encontraba en el lugar. Se besaron por las calles sin saber que aquel sería su último encuentro.
El tiempo paso, ella se mudó a vivir con una amiga de la escuela, de lo que no aviso al pobre Ubaldo, más por distracción que por falta de consideración. Ella se dedicó a vivir un presente apremiante, lleno de cambios, retos y promesas, que fueron moldeando sus sueños y nuevas ambiciones. Y así, ella hoy, convertida en gran periodista me ha contado a mí, aprendiz de escritora, amante de los romances, entre divagaciones de un pasado improbable, lo que pudo haber sido su presente al día de hoy.
B. O.M imagen de la red.
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