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Un pasado improbable

Surrealismo - Artelista.com

Soñó que alguien la quería al punto de hacer cualquier cosa por ella, literalmente, y al parecer un día se le cumplió. Lo conoció en un restaurante a la hora del almuerzo. Parecía un buen hombre, bronceado, de estatura media con músculos firmes, lo que contrastaba con su personalidad cándida y un tanto insignificante, expresión suave, cabello crespo, negro y muy acariciable, como suele decirse entre amigas.

Era en verano, lo que para ella sería de principio una aventura casual. Tomó un trabajo temporal en la central de abastos del estado de México, en busca de fondos monetarios para prodigarse tratamiento dental urgente. El era estibador y asistente de bodega. Quizá su limitación de personalidad era cuestión de actitud, de qué otra forma ponerlo, su educación era precaria, no había terminado ni lo que en este país se conoce como educación primaria. No tenía aspiraciones de un día ser educado, hacer carrera, conseguir mejor empleo, pero sobre todo transformarse a sí mismo en alguien de conocimientos. Lo más cercano a una ambición de conocimiento institucional, era de la liga de lucha libre, por lo que tenía una afición y aspiraciones de un día llegar a ser uno de esos buenos actores enmascarados.

Eran muy jóvenes. Ella estudiaba la secundaria. Su personalidad juguetona fue la que le llevó a aceptar la propuesta de una relación amorosa con alguien a quien consideró de inmediato distinto a su tipo. Sabía que a final de mes, todo aquello (trabajo de mesera y mensajera) incluyéndolo a él quedarían sumidos en algún rincón oscuro de la memoria. Pasaron buenos ratos, entre juegos y manoseos adolescentes. El cada vez se iba clavando más en la relación mostrándose cercano y hasta dependiente de dicha relación, a ella le hacía gracia presenciar la perturbación del hombre ante su blanquísimo seno, desnudo a propósito. En el sueño, le tomaba la mano y la guiaba hasta las partes más femeninas que él no se atrevía a tocar, lo que indica que quizá entonces él también haya sido todavía virgen. La estaban pasando bien.

Tres días antes de marcharse (a pesar de que le profesaba un trato amoroso que ella misma considera hasta la fecha, sincero) estaba segura de que no habría problema en decir adiós. Pero llegó el final de mes y no fue así.

Paso a despedirse por la mañana, sus ojos estaban más nostálgicos que de costumbre, temió verle llorar pero la que terminó llorando fue ella. Él prometió que un día la buscaría, “sí como no, pensó,” y se marchó triste y confundida. A lo lejos volteó y él todavía estaba allí en el pasillo de la central mirándole hasta desaparecer en la esquina, donde le pareció ver que levantaba la mano para decir adiós.

Finales de agosto, hacía calor en el autobús. Fue el viaje más largo de su vida.

Unos meses después, recibió regalos inesperados. Los buenos momentos se reavivaron en su mente, y lo que antes parecía algo disparatado, empezó a sonarle como una promesa con esperanzas. Se dejo envolver por un sentimiento dulce. Dejo de sentir pena al renunciar a las solicitudes de los chicos de su clase, a quienes comparaba con Ubaldo, y pese a las obvias ventajas de un mejor futuro, su gran desventaja fue ser comunes y ordinarios. Para ese entonces ella se había puesto ya al día en lo referente a la lucha libre.

Una media mañana de domingo de un mes olvidado, en que Lidia miraba el televisor, entró su madre a avisar que alguien la buscaba, a lo que respondió indignada por la absurda interrupción del programa de lucha libre, retrasó su atención en el asunto. Después del segmento del espectáculo, durante los anuncios se dio por fin a descubrir quién podría ser el misterioso visitante. Casi cae de la sorpresa. Era él. Había dado con ella pese a una gran serie de tribulaciones.

Caminaron a orillas del lago, él insistió en que se casaran. No desistió ante la primera negativa. Lidia lo amaba, creyó que lo amaba. Pero si él no tenía aspiraciones, ella sí. Debía marcharse a otra ciudad en busca de una oportunidad para estudiar, era un mal momento para el matrimonio.

Ya en Noriega, anduvo sin residencia permanente por unos meses, no hace falta dar detalles de cómo fue a parar de interna en un convento. Luego de unos meses de ocupaciones en los estudios de turismo, recibió otra visita sorpresiva. Lo recibió en el vestíbulo, pero estaría en chino encontrar una excusa para salir. La directora del convento era audaz y no se tragaba cualquier cuento. Y ella, entre emocionada y preocupada por lo que implicaba, o imaginaba que implicaba todo aquello (Ubaldo, no recuerda su apellido, siguiéndola hasta el fin del mundo), debía verlo.

Hizo que se marchara de momento, e indicó que lo vería más tarde en el jardín cercano a San Diego.

Llevó a la cocina la canasta de dulces regionales que le había traído. Aprovechando que la directora estaba allí, y se apresuró a preguntar quién era el apuesto visitante, Lidia dijo que se trataba de un pariente lejano, vivía en Puebla, había venido a la ciudad por un asunto personal y le había prometido salir a comer con él. Y así sin más vueltas al asunto, le ofreció una alegría de ajonjolí, consiguiendo sin chistar el permiso para salir. La directora estaba de buenas y le valió poco la excusa, lo mismo hubiera dado que le contara una de chinos.

El encuentro fue más de contacto que de palabras, se besaron como si quisiesen devorarse.

Ubaldo (Lidia no recuerda su nombre completo) se dejo guiar por ella en la ciudad desconocida, mientras sin arrumacos y excesivas explicaciones comentó lo impresionante de las montañas y la belleza que encontraba en el lugar. Se besaron por las calles sin saber que aquel sería su último encuentro.

El tiempo paso, ella se mudó a vivir con una amiga de la escuela, de lo que no aviso al pobre Ubaldo, más por distracción que por falta de consideración. Ella se dedicó a vivir un presente apremiante, lleno de cambios, retos y promesas, que fueron moldeando sus sueños y nuevas ambiciones. Y así, ella hoy, convertida en gran periodista me ha contado a mí, aprendiz de escritora, amante de los romances, entre divagaciones de un pasado improbable, lo que pudo haber sido su presente al día de hoy.

B. O.M imagen de la red.

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Las ciudades de Adán y Eva VII

El submundo

Submundo - Album by Submundo | Spotify

Incontables fueron los intentos por abandonar la ciudad, pero el subterráneo se prolongaba cada vez más, a pesar de que los grupos se fueron multiplicando para los relevos de la excavación. El cansancio y el desgaste de las herramientas, orillaron a muchos a echar raíces en los túneles que se habían cavado con el fin de huir de las antiguas poblaciones de Adán y Eva.

Relevos de día y de noche que cubrían la labor de planeación, organización y mano de obra trabajaban sin descanso. Hasta que un día, desalentados por no ver futuro inmediato –como los marineros en alta mar, después de navegaciones largas- e imposibilitados para regresar al punto de partida, los hombres abandonaron las herramientas en su mella, y ellos mismo se entregaron al sueño.

Recuperadas las fuerzas por el sueño, los viajantes agrandaron las simetrías de los túneles en los cruces, formaron un cubo aquí, una escalinata allá, una habitación irregular más acá, conectada a las que calculaban –sin estar seguros- serían las aberturas primeras donde luego se hicieron los caminos.

Las herramientas dañadas fueron reparadas y las inservibles, reemplazadas por unas hechas de piedra. El trabajo continúo indefinidamente, pero ahora la meta era distinta; construir estancias para todos. Los habitantes se habían acostumbrado a respirar tras de las mascarillas que llevaban como protección contra el aroma sulfuroso de la tierra, mismas que con el tiempo ya no necesitaron.

Las excavaciones de ambos extremos llegaron a encontrarse en algún punto, pero los ateridos pobladores siguieron cavando sin cuestionar y sin siquiera considerar la posibilidad de poner fin al interminable proceso, continuaron alumbrados por las casi extintas lámparas de aceite, mientras seguían rotulando, penetrando y pensando que se alejaban de sus orígenes, que un día llegarían a otro lugar, que sería posible ver nuevamente brillar el sol.

Cuando las provisiones se agotaron, unas gentes conseguían bellotas, otras descubrieron corrientes subterráneas de agua dulce y consumieron de todo lo que en ella y a su alrededor viviera. Ahora ya solamente trabajaban cerca de los recursos, donde la proliferación de familias sobrevivientes salió a relucir.

Las flamas de las lámparas finalmente se extinguieron, los hombres tuvieron que acostumbrarse a ver en la oscuridad, guiados sólo por el destello instantáneo de algunas estalactitas y minerales de cristal. Había partes calurosas, sofocantes por la falta de oxigeno, otras heladas y difusas por un gas azul. En las partes húmedas no era posible sacar fuego del golpe de las piedras, por lo que la mayoría de los alimentos se consumían crudos y a temperatura ambiente. Las muecas y los gestos de la gente pasaron a ser irrelevantes, se andaba sorteando bultos, trasegando el vacío por delante como los ciegos. Ya no recordaban el nombre de sus antiguas ciudades, ahora eran un pueblo distinto, un pueblo de subterráneos, cuya única actividad era cavar, cavar a ciegas, cavar, cavar… hasta que un día, la tierra tembló y el submundo se estremeció.

Beatriz Osornio Morales, imagen de la red.

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El viaje

Un viaje por los mundos surrealistas del artista sueco Erik Johansson |  Gallery | CNN

Se terminaba el verano del año 2013 cuando Aarón emprendió nuevamente el viaje, éste parecía encajar perfectamente en el tiempo y, lo que encaja en el tiempo, es buena razón para pensar que también encaja en la realidad.

Para Aarón este viaje es el mismo viaje de siempre, y por tanto no cabe ni en un tiempo concreto, ni en ningún lugar preciso. Así que contaremos la historia en tiempo presente. Sobre la marcha tal vez haya necesidad de referirnos a distintas escalas y lugares fronterizos del laberinto del tiempo que es la vida, si es que cabe la comparación.

Siento el peso del viernes, no solo mi viernes, siento el viernes de los demás; el viernes de Melani, Roy y Marcel, mis vecinos, eso es lo malo y lo bueno de los días que no trabajo, pero el café ayuda a sopesar el peso de los días.

A medio día Melani, mi vecina, toma las llaves del carro y sale de prisa explicando algo a lo que nadie le pidió explicación “En 15 minutos tengo cita con la maestra de Tony (su segundo hijo) para revisar los progresos que el pequeño ha logrado o no, en sus terapias de lenguaje del último cuarto de semestre. Me preocupa mi hijo…” concluye cerrando la puerta del auto.

Aarón levanta la mano para decir adiós a Tony que se deshace en pequeños y aparatosos adioses.

Tony nació con una deficiencia en el desarrollo cognitivo, lo que le impide crecer como los demás niños. Aprende más lentamente, su habla vino tarde, tiene seis años y su lenguaje todavía es limitado en palabras, a ratos ininteligible. Pero lo que le falta en palabras lo compensa en actitud social, siempre que ve a un conocido, corre a saludar y a querer jugar, lo que prueba que los niños no discriminan, basta que les sonrías y ya está, si acaso se mantienen lejos de las caras largas.

“A veces ese niño me hace pensar en mí, no en la forma de hablar, dicen que yo hablé mis primeras palabras antes de los once meses y desde entonces no paro, de eso siempre se quejaron mis padres y Lucía, mi hermana, que por cierto es muy callada. En lo que me siento cercano a Tony, es en que siempre me sentí extraño en mi propia casa, entre mi propia familia. A él, lo hacen a un lado los chicos de su clase, burlándose de su pronunciación, y en su casa, el padre muestra predilección por los dos hermanos, quizá porque con ellos no tiene que esforzarse más de lo normal para comunicarse”

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A las 4:30 Roy gira la llave del auto para apagar la marcha, mientras verifica que el auto quede bien estacionado en el driveway, y suspira aliviado de que por fin sea viernes. Antes de entrar a la casa, recuerda que olvidó la caja de herramientas en la camioneta. Se quita la chaqueta sucia

de varios días de trabajo como jardinero, la cuelga en la manija de la puerta y regresa a la camioneta.

Cansado de espiar o imaginar la vida de sus vecinos, Aarón recuerda que ese mal hábito, es un callejón sin salida, y casi involuntariamente se abandona a otra observación gratuita, donde el atardecer brilla en un petirrojo, a esto se reduce el viernes; un pájaro rojo parado en la barda, siendo observado desde la ventana por Aarón, a quien le parece oír nuevamente las voces.

“Más tarde limpiaré las herramientas para mañana” Infiere Roy al entrar. Marcel escucha desde el sillón donde ha estado viendo televisión toda la tarde, pero no responde.

“¿Escuchaste Marcel?”

“¿Eh? ah, si, no te preocupes.

“Y el lunes que tú regreses de trabajar espero que hagas lo mismo. Es terrible empezar el día con las tijeras tiesas de clorofila seca y lodo”

“Está bien Roy, ya entendí. ¡Te haces entender muy bien, hombre!”

Roy pone la caja de herramientas en el piso tras de la puerta y se aleja sin más haciendo muecas con las manos. Marcel continúa viendo el televisor. Retoma la escena de la película donde Clint Easwood saca el gran Torino del garaje, y con una sonrisa de liberación maneja por la calle que se encuentra casi vacía por ser temprano en la mañana. Mientras se aleja manejando con el amanecer a sus espaldas, en la pantalla, letra por letra se va dibujando la palabra FIN.

Desde su lugar, Aarón escucha abrirse la puerta de Melani, ha vuelto. Le sucede con los vecinos de puerta contigua que escucha cada ruido casual como si estuviese pendiente de sus vidas y éstas se mezclaran con la suya, pero solo a veces es consciente de ello. Enseguida, Aarón vuelve a escuchar a lo lejos un sonido de patrulla, el cual lo remonta a otra realidad que lo persigue a donde quiera que va:

En el desierto no hay muchos recursos donde esconderse así que tendrá que correr, si no quiere que esta vez, sí lo alcance la migra.

Empieza a correr en dirección izquierda de la carretera que divide el horizonte, pensando que, o mejor dicho, imaginando que el lado izquierdo de cualquier cosa, de cualquier situación es el lado torpe del movimiento, los policías no son ajenos a las trampas del movimiento. Eso le salvó el pellejo en otras ocasiones. Así que corre lo más rápido posible. El agente de la patrulla que desde el principio lo miró perderse en los espejismos de arena, prende las luces de la sirena y acelera, formando una gran nube de polvo a su paso. Aarón sigue corriendo. De pronto, se le agotan las fuerzas, le tiemblan las piernas, no alcanza la respiración bajo el sol inclemente que desciende del pico del cielo, esa gran montaña de la cual, la tarde sería su cima. Entonces,

vencido por la fatiga y la sed, se deja caer cerca de un pequeño montículo de arena, donde espera poder esconderse de los agentes. Maldice en voz alta, porque está seguro de que si pudiese llegar al otro lado del montículo, estaría a salvo, pero en lugar de poderse mover, sufre un acceso de tos. Hace un esfuerzo por levantarse, entonces se da cuenta que la nube de polvo se aleja en la dirección opuesta.

Los oficiales al encontrarse sin camino, sin visibilidad (el polvo) y sin prófugo que perseguir, deciden retomar la carretera y proseguir patrullando el área, como si aquel incidente no hubiese ocurrido.

Después de unos momentos, Aarón recupera el aliento y vuelve a la carretera, donde espera algún auto para pedir ride. Por fortuna no pasa mucho tiempo antes de que un vehículo asome a lo lejos. Al principio se veían solo unos puntos brillantes en la distancia, Aarón pensó que serían un espejismo más del desierto, del sol, o de su fatiga, con todo, no pudo evitar sentirse emocionado, casi delirante. Caminó un buen tramo con la mano levantada en señal de “ride” antes que el viejo Renault disminuyera la velocidad a unos diez metros de él.

El conductor del viejo Renault (Un hombre de mediana edad, de cabello cano y avanzada calvicie) para sorpresa de Aarón, empieza a disminuir la velocidad en cuanto se cerciora de que el bulto en la carretera no es producto de su imaginación, o una figura de polvo, de esas que forman los remolinos. Es un hombre.

-¿A dónde vas amigo? –pregunta el hombre del Renault. Más tarde Aarón aprenderá que se llama Zacary en este país.

-A cualquier pueblo en esa dirección –responde Aarón apuntando con el dedo índice en sentido en el que maneja Zacary.

-Yo solo llego a Renho. Si te sirve de algo súbete.

Aarón se sube al auto que lo llevará, a lo que espera sea un nuevo mundo, un mundo definitivo, menos escarnioso.

Beatriz Osornio Morales

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El único testigo

Qué terrible pensar en esos ojos, así, fuera de los sockets como estaban, como si los hubieran exprimido del cuerpo inerte, ya fríos. 

Roberto salió del bar poco después que sus amigos, Fabían y el Javi, quienes tenían que regresar a la oficina a entregar reportes del día, según se excusaron.

Como aun era temprano, Beto decidió caminar, tomar la ruta larga para compensar el tiempo; se había propuesto en la tarde, pasar una de esas noches locas, y si no locas, largas; no volver a casa antes de la media noche. Pero lamentando que sus amigos le habían aguado la fiesta, pues no le agrada beber solo, y el bar los lunes está casi vacío, se echó a andar sin rumbo fijo, deambulando por avenidas, calles y callejones que él nunca había notado, iba distraído en sus propios pensamientos y algún repentino recuerdo se adueñaba de la noche.

De pronto, junto a una planta que podría ser bugambilia porque su forma se abrazaba a la esquina, vio un bulto quieto, más oscuro que la sombra que proyectaba la planta iluminada por la luna, como si vaciara un tinaje en el asfalto. Instintivamente, Roberto se detuvo, algo alcanzaba a brillar del bulto inerte, lo cual le produjo un calosfrío que estremeció todo su cuerpo.

Cautelosamente se acercó un poco más, la luna le abrió el paso. Se acercó hasta estar frente a un muerto, literalmente, parecía tener el pelo mojado, pero, pronto, Roberto se percató que la humedad era sangre,  y que formaba también un charco en el piso. Entonces, al mismo tiempo que le vio los ojos desorbitados, saltando de sus cuevas, detectó un olor indescriptible, dulzón, como la sangre coagulada, nauseabundo,  dio un paso atrás y se alejó lo más rápido posible, dando zancadas alcanzó la avenida que lo llevaría a su domicilio; en el trayecto vomitó dos veces.

Ya en su casa, debatiendo por horas el curso que debía tomar,  reportar el hallazgo o quedarse callado, era imposible decidir en esas circunstancias. Deseó con todas sus fuerzas que  se tratara de una pesadilla de la cual, en cualquier momento va de despertarse, pero finalmente se quedó dormido.

Beatriz Osornio Morales, imagen de la red

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El pasamanos

El pasamanos 

Seco está esto de pasar las manos por el blanco de la hoja, para sostenerse y no caer de narices en el siguiente escalón. ¿Recuerdas cuando te caíste?

Te habían dejado a mi cargo la vida y los supervisores. Aún los veo instruyéndome: Asegúrate que se agarre bien del pasamanos ¿Qué difícil puede ser eso?

Te agarraste al principio y yo me confíe. Me di la vuelta para ver donde ponía yo el paso, esperando que te mantuvieras agarrado firmemente del pasamanos, pero casi enseguida, oí el traspíe. 

Era el segundo escalón cuando oí lo que sucedió, apenas tuve tiempo de voltear y no alcance a agarrarte. Te alcance ya en el piso, claro que lo primero que quise hacer fue levantarte, tú eres testigo, pero eras pesadito; no tanto como la caída que acelera la velocidad con el peso, y en bajada el peso es más pesado. Sentí que te agarraba y no podía sostenerte, evidentemente tu peso era mayor a ti y a mí juntos.

Luego vi el rostro, tu rostro alcanzar el piso, y tus lentes de armazón rojo desarreglados, más tarde nos dimos cuenta que se habían raspado un poco, pero los lentes son lo de menos. Ahora entiendo la caída cuando es definitiva.

B.O.M. Imagen de la red

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Ruido en la niebla

Las voces de los comensales se enredan en el mismo tejido de la niebla, no se ve mucho pero  al menos irradian luz en el silencio. Es preferible estar aquí, entre la soledad de los otros, que estar atascados en la soledad de sí mismos. El ruido de las viandas es lo único que indica que estamos aquí haciendo tierra, el humo, además de la sensación de irritación en los ojos, produce una sensación de estar flotando, como la niebla vespertina de los párrafos largos.

Un Hummer pardo se estaciona justo bajo la lámpara del poste; sus luces se cuelan en la niebla y dejan al humo convertido en una sustancia lechosa, sustancia, sí, esa es la palabra, pues la niebla no es humo aunque lo parezca, es más líquido que humo, por tanto, sustancia, pero el humo de aquí adentro, el de los fumadores se disuelve en la nebulosa de palabras, por eso, es comprensible que la luz del Hummer hiciera resplandecer un poco la sustancia de la niebla. Por momentos la niebla era de ámbar, y leche, de miel y lecho, verbo más que sustancia.

Y nosotros ¿no estamos solos en esta historia de líneas invisibles,  apretadas, de párrafos densos, donde los obstáculos se enredan en los demás sucesos, y lo poco que esa niebla densa de respuestas negadas deja distinguir, es humo en el restaurante, preguntas interminables, sin tono de pregunta, pero al final preguntas?

B.O.M

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El quebranto de la duda


Atónita y llena de extrañeza queda al abrir la puerta y ver lo que nunca en su vida imaginó: Rocío, su mejor amiga duerme en la cama. No se explica cómo es que entró en la casa. Las únicas personas que disponen copia de la llave, además de ella y Julián, son su suegra y la vecina española, que por cierto, está de viaje. Julián regresa de trabajar tarde, ella hará apenas tres horas que salió de compras; en el transcurso de ese tiempo, algo debe haber sucedido.

Al acercarse, ve que su amiga tiene una herida en la cara. Un sobre salto la invade. ¿Qué quiere decir esto, estará bien? Vacila al acercarse. ¿Rocío? ¿Chío, qué tienes? No me asustes.

Al no recibir respuesta, se abalanza sobre el cuerpo quieto, lo toca, no está frío, lo jala del costado para verle el rostro. Un grito escapa al levantarle el pelo y descubrir que Rocío tiene más heridas en la cara, en el pecho y en el brazo sobre el que está recostada.

No sabe qué pensar, corre hacia el teléfono, marca un número incompleto, por la turbación no recuerda el resto del número de la oficina de Julián. Hay una pausa que parece infinita, continuar marcando teclas, o simplemente renunciar.

Sin colgar el inalámbrico, alcanza el directorio. Al inicio de la sección amarilla busca los números de emergencias, sigue las líneas con el dedo índice, hasta leer “Reporte de Abusos Femeninos” Re direcciona la llamada, una voz seca pero firme contesta con un simple “¿Bueno? ella queda en silencio, la voz se repite del otro lado. Ella sin saber qué dirá cuelga.

Avanza en las líneas con el dedo, se detiene en el número de la Cruz Roja.

Cruz Roja ¿En qué puedo servirle? dice esta vez la voz de un hombre. Vacilante, Sandra indica que necesita una ambulancia. El hombre pregunta la dirección: Andador del Pino No. 79 Col. Arboledas, ¿Tardará? pregunta nerviosa. El hombre refiere que ya está en camino.

Rocío sigue inconsciente en la ambulancia, pero las dudas se disipan para Sandra al recibir la llamada de Julián, pidiendo que deje la llave de la casa en la entrada, bajo el tapete, hace días que no encuentra la suya… ¿Qué hacía Rocío en casa? ¿Habrá tenido otro ataque de epilepsia mientras…? Nuevas dudas se apoderan de Sandra.

Ya hospitalizada, Rocío de pronto, cae en un hoyo de nebulosa cálida, siente el cuerpo completamente suelto, desarmado contra la pelea por reavivarse que venía sufriendo. Las últimas voces claras que escucha después del silbido de la maquina quiropráctica, son las de Sandra gritando a las enfermeras, y la de las enfermeras acudiendo con prontitud en su auxilio. Luego del completo silencio que sucedió al llamado de alarma, Rocío ve transcurrir sucesos de su vida de forma desordenada.

En la ambulancia, inconsciente, acompañada por Sandra, puede percibir la preocupación de su amiga.

Suena el teléfono y sabe que es Julián. Mientras habla, Sandra mira de reojo a Rocío que intenta decir algo pero, su cuerpo no responde, sus labios no se mueven y los huesos de la cara los siente como atorados.

De un salto, pide al taxi que se detenga en la esquina, antes de llegar a la casa de Sandra, abandona el taxi y se dirige con pasos rápidos a la casa de su amiga, no dispone de mucho tiempo.

Sabe muy bien cuál es la habitación, es cuestión de actuar con precisión para no dejar huellas.

La cómoda está junto a la cama por un lado, junto al buró por el otro. Todo debe quedar intacto. Para alcanzar el cajón más alto sin desacomodar el resto de las cosas, Rocío acerca el banquito del tocador. Allí está la cartera negra, en la perfecta organización de Sandra, de quien se podría decir que exagera en su sentido del orden. Piensa en la noche que pasaron juntos Julián y ella. Era todo lo que había quedado de su amor secreto desde la preparatoria. Por timidez o por cobardía no dijo nada. Julián y Sandra empezaron a salir y ella intentó olvidarlo, el pensamiento de traicionar a su amiga de la infancia, la que siempre estuvo a su lado y hasta llegó a salvarla en sus ataques epilépticos, pidiendo ayuda y aprendiendo los medios físicos con los que podía evitar que se lastimara mientras llegaba la ayuda profesional, la sola idea de traicionarla le oprimía el corazón, decidió callar con la esperanza de que la relación de Sandra y Julián fuera sólo una relación pasajera. Luego formalizaron la relación, se iban a casar y ella seguía sumida en aquel amor imposible. El tiempo nunca estuvo de su parte.

Un año más tarde, Julián empezó a actuar como si supiera que Rocío lo amaba secretamente. Cuando estaban solos, se insinuaba con palabras y sonriendo de una manera diferente a cuando Sandra estaba presente. Las visitas disminuyeron, aunque Rocío se empeñaba en que Sandra no sospechara nada, siempre que podía se hacía la escondidiza. Pero la resistencia llegó a su fin una tarde que Sandra tuvo que salir de improviso a un asunto de trabajo. Era Sábado, Rocío paso a dejar la bufanda que Sandra había olvidado en su casa el fin de semana anterior, no sabía que Julián estaba solo.

Julián abre la puerta con una sonrisa que intimida a Rocío, quien no soporta verle a los ojos.

Sandra tuvo que salir, pero pasa. –No, ah!…creo que… volveré mañana, se defiende Rocío.

Vendrá pronto, ¿Por qué no la esperas? Insiste Julián.

Al cerrar la puerta, de espaldas, Julián la toma por la cintura. Rocío siente que la tierra se desmorona a su alrededor, luego el estremecimiento del mundo entero bajo sus pies. Cierra los ojos y se entrega por completo al derrumbe total del amor. Por la mañana, está decidida a luchar contra quien sea por Julián, así se trate de su mejor amiga. Cuando Julián la deja sola para contestar una llamada, Rocío, segura de tener el derecho de amar, coloca uno de sus pendientes en la cartera negra de Julián que está sobre la cómoda, luego la pone dentro del cajón más alto,

toma la llave que está en el buró y se marcha.

Pasan los días sin recibir ninguna señal de Julián. La angustia, las dudas y el arrepentimiento se van apoderando de Rocío, quien tras haber traicionado a su mejor amiga, y para quien la idea ya se ha convertido en una constante tortura, decide regresar y poner arreglo a la situación, solo espera que no sea demasiado tarde.

Sumida en el recuerdo de la única noche con Julián, Rocío toma el pendiente de la cartera que vuelve a colocar en el mismo lugar. Todo parece ir saliendo como lo esperaba.

Al momento de bajar del banco, siente el cuerpo tenso, tiene dificultad para regresar el banco al tocador, al menos había dejado la llave en el buró a su llegada, pero no alcanzará a salir de la casa, lo sabe, conoce los síntomas desde que tenía doce años. La desesperación se apodera de ella, tiene la respiración cortada, un movimiento involuntario la tira sobre la cama. Los ruidos de su voz ya desarticulada, rasguños desesperados y la espuma que echa por la boca, son todos inconscientes.

En el hospital es trasladada de emergencia a terapia intensiva. Esta vez el daño del ataque sobrepasó los daños precedentes, los doctores no dan esperanzas.

Sandra espera con angustia en la sala de estar. La ansiedad crece al ver entrar y salir a distintos miembros médicos.

Después de un rato, un doctor se dirige a Sandra.

–Lo siento, no pudimos salvarla- dice el doctor consternado. Sandra se siente devastada por la noticia, el dolor es muy grande y la sombra de las dudas que la habían poseído antes, ahora carece de importancia. Por fortuna tiene a Julián.


Beatriz Osornio Morales

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Sin tregua

Animales mágicos – Grabados – Uli Martínez

La noche recién llegaba y el cielo era un lienzo marino con luminiscencias estelares.

Después del concierto de pirecuas y danzas regionales de Michoacán, recogimos a mi madre en su trabajo. En el aire se corría una brisa primaveral. El parque cercano al hospital parecía más tupido bajo las penumbras de la noche que a la luz del día.

Antes de subirnos al auto, Flor admiraba con curiosidad como yo acariciaba las mejillas de mi madre, y pretendía dibujarle el rostro mientras la llamaba “Elvis” como el rocanrolero. Mi madre está acostumbrada.

-Es mi madre ¿No?- bromee advirtiendo la sonrisa de Flor bajo la luz ámbar de los faroles encendidos. Quizá piensa que soy un niño mimado.

En el carro Flor se esforzó por mantener una conversación amena con Elvis. Me pareció buena excusa que yo hacía poco había sacado mi licencia de manejo, y requería de concentración en la carretera, para dejar que ellas empezaran a conocerse mejor.

Al llegar a casa, Elvis le ofreció una taza de té, ritual de cortesía en su persona, aunque con Flor mi madre siempre ha demostrado más que cortesía. No es que se hayan visto muchas veces y sean buenas conocidas, por el contrario, pero le he hablado a mi madre de Flor, eso influye, como en los casos en que de tanto que te hablan de una persona le vas tomando cariño. A veces pienso que mi madre siente pena o empatía por Flor. Yo no soy muy bueno en mantener relaciones amorosas por largo tiempo, no sé porqué casi siempre termino hiriendo a alguien, dicen que es mi falta de atención y consistencia, yo lo atribuiría más a lo segundo. Atención y cariño doy a manos llenas y Flor no me dejará mentir, consistencia es lo que me falta, simplemente la vida es tan vasta que entre grabar y vivir… Muchas relaciones se desgastan y cuando eso pasa, no hay más que hacer. Sin embargo, creo que con Flor es distinto.

Luego del té subimos al estudio. –Después de ti- dije, y la seguí por la escalera de madera. Observando su figura pequeña y sus piernas bien definidas bajo la falda corta, sin mencionar una palabra, me sentí contento. En el estudio le enseñe los grabados más recientes y algunas pinturas que he hecho por encargo. Entre juego y juego, nos calentamos. Le di a escoger un grabado sin enmarcar, más bien aclare que el de las manos era el que había pensado regalarle (-como siempre has dicho que te gustan las manos) El gesto inesperado la tomó por sorpresa, se quedo sin palabras, sólo me miró con sus ojos grandes café claro, como si quisiera decir algo que nunca antes había dicho, me miró hondo, y yo no pude resistir esa mirada… La bese, la bese de mil formas. Luego le vendé los ojos con mi bufanda hippie. Acaricié sus manos mientras jalaba su cuerpo haciéndolo girar con una gracia exquisita. Le abrace la cintura por la espalda. Al

principio había resistencia y nerviosismo de su parte, pero poco a poco fue desapareciendo. La gire nuevamente, nos besamos en su ceguera, nos deshicimos en su entrega nunca antes total, nos re hicimos en sudor indeleble contra la pared. Podría haberla comido. Fue una noche sin tregua que inventamos con nuestros cuerpos húmedos, esa noche quedó grabada como una veta más en la madera que viste el estudio.

Unos ruidos subiendo la escalera nos hicieron saltar a la realidad: ¿Preparo café? gritó Elvis sin llegar al estudio. –¡Elvis y su cortesía!- Murmuré. –No, ¡gracias Elvis! respondí sin alejar mi cara de la suya. Por suerte, Elvis no se asomo, creo que lo hizo por precaución de no encontrarse en una situación incómoda y bochornosa.

Cuando salimos a la terraza la noche estaba estrellada. Le abrace por detrás (su abrazo favorito) y no sé porqué me invadió una nostalgia del pasado. Ella estaba callada y simplemente escuchaba. “Cuando yo era niño, mis padres solían organizar fiestas familiares a las que invitaban amigos. Tomaban mezcal y tocaban música tradicional en un viejo toca discos, música como la de Bola Suriana. A veces bailaban y a mí me gustaba mucho verlos bailar porque eran felices” Ella no dijo nada, sólo me apretó las manos con la empatía de quien sabe que las nostalgias del pasado, solo se comparten con aquellos seres más cercanos a nuestra alma. Luego de un silencio prolongado, dijo que debía marcharse, era tarde.

Entramos al estudio y recordé que el fin de semana anterior había sido Domingo de Ramos, le había traído una ollita de cerámica verde de Uruapan. Siempre me gustaron las vasijas y artesanías que hacen en esa región, con relieves como si estuviesen hechas de cactus. Cuando la vi pensé en Flor y la compré. “Tengo algo más para ti, mira” me beso con un extraño desgano, quizá cansancio. –Retomando lo de las manos- dijo -son tus manos las que me gustan…no me gustan, me enloquecen y odio marcharme, pero ya es hora”

En la sala estaba mi padre, ella saludó, él contesto secamente y con una expresión de insolencia, era evidente que había estado tomando. Lo que pensé. “¿Y qué estuvieron haciendo arriba?” preguntó en tono agrio. A pesar de mi vergüenza no conteste. Con el nerviosismo Flor dejo caer la tapa de la ollita al piso, por suerte solo sufrió despostilladuras. Recogimos la tapa y nos marchamos. De camino a su casa Flor no paro de disculparse por el incidente de la olla, mientras yo sólo quería repetir nuestra noche de perfección sin tregua.

B.O.M. Imagen de la red.

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Memoria Prestada

Había una niña asomándose a la memoria de sus padres. No supe de donde vino, cuando la vi ya estaba allí sosteniendo un banquito que después colocó junto a la cama. Recuerdo que hacía viento afuera y por la época del año, podía uno imaginarse el frío descomunal que rodeaba la casa.

No es fácil justificar un acontecimiento de ésta naturaleza, por lo que me limito a dar cuenta de lo ocurrido adentro, lo que la niña observó en pocos minutos.

Ellos duermen, duermen juntos y están tan lejos el uno del otro…

Mi padre es un niño flacucho y pálido que vive en su propio mundo, se queja de las tareas arduas en la tierra, dice que llegará a ser médico, pero de qué manera si llega de la escuela a pulir los yugos, a ser el hermano mayor, y a defender a su madre de los maltratos y la embriaguez de su padre.

Ella, mi madre no sueña, escucha, es lo que es, morenita como es, ha sido y lo seguirá siendo. A ella le gusta ver las cosas como son, sin engañarse.

Por otra parte, se puede ir lejos en el sueño. A veces, dormidos vuelven a su infancia y extrañamente algo los une sin conocerse aun. Salen a jugar en la tarde, corren por los prados aledaños, sin otro futuro que este y la inclinación de la tierra, sin otra distancia que unos cuantos montículos de siembras.

Tras un gesto de condescendencia, la niña pone su manita en la frente del cuerpo dormido de mi madre, como para enjugarle el sudor. La agitación que mostraba mi madre hace unos momentos ha desaparecido.

A unos cuantos pasos de la carretera que lleva a la cabecera municipal, un hombre joven cabalga en mula muy de mañana.

En el pueblo dicen que los domingos viene un peluquero muy apuesto, pone su puesto cerca de la tienda de Don Hermes. Las muchachas de la finada Augusta pasan por allí solo para mirarlo en su labor. Excepto Lourdes, la menor que prefería quedarse a la salida de la iglesia a platicar con su pariente lejana de Santa Rosa. Pero como es sabido que la curiosidad termina por vencer siempre, el próximo domingo viene Lourdes a ser testigo por sus propios ojos.

El muchacho, sintiéndose observado por tres lindas muchachas que comen un helado en la esquina, pule sus movimientos sobre un hombre casi calvo. Hunde los dedos con maestría en el escaso pelo gris y hace sonar las tijeras con un golpecito fino. Mientras imagina que la más linda,

la de la sonrisa casi imperceptible, la de las mejillas menudas y la mirada intensa, viene y le planta un beso. A su vez, Lourdes se encuentra fascinada por las miradas rabo de ojo que el joven apuesto le brinda, y el reflejo de las hojas metálicas de las tijeras que al ser movidas en la luz, hacen pensar en misterios ocultos, “pero no, es solo la luz” se convence Lourdes.

La chiquilla, sintiendo venir un bostezo de sueño, recoge el banco, piensa unos segundos y no recordando el sitio donde debía acomodarlo, deja el banco en el mismo lugar. Echa a correr hacia la habitación de al lado, se frota los ojitos, se recuesta y casi en seguida, se deja vencer por el sueño junto a los cuerpos quietos de mis padres, segura de que mañana será otro día y con la memoria prestada, estará más cerca de ser grande.

Beatriz Osornio Morales