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Última Terapia

Pensé, al ver a mi alrededor, que todos estaban tristes en la sala de espera del psicoterapeuta.  ¿Proyecta eso la realidad, o se proyecta quien observa? dolorosa idea.

Tuve que arrancar los ojos de la gente, hacerlos míos otra vez, devolverlos a sus sockets con todo y los tomatillos adoloridos, arrancarlos de la tristeza involuntaria, de las miradas enrojecidas del insomnio, los ojos vidriosos de un dolor inaceptable, y la necesidad del psicoterapeuta. 

Miré hacia otro lado, lo he hecho otras veces al toparme con algún mutilado, o un condenado a muerte. Era preferible esconderse en el libro de Ray Bradbury, poderme sentar junto a Will Holloway a desear la paz, o correr con Jim Nightshade tras su latido rápido hacia una aventura. Will y Jim, dos niños de trece años que descubren los síntomas de que algo raro está por ocurrir en su pequeña ciudad. 

Las señales ominosas llegan con el paso de un vendedor de pararrayos, un personaje patético que augura que una de las casas va a ser golpeada por un rayo; “el aire huele a tormenta”, observa.

Luego de la media noche, como a las tres de la mañana, un tren de carnaval anuncia su arribo, en un tiempo en que no vienen los carnavales, el olor de algodón de azúcar se mezcla con el olor a tormenta. Después del tren, el único ruido que se percibe es el sonido de un caliope, imagínese ese sonido de órgano a las tres de la mañana en una pequeña ciudad desierta. Ominoso realmente. Con todo, las palabras seducen ¿no?  típico de Ray Bradbury. 

Compulsivamente, escribo en el separador de lectura unos garabatos con  los ojos de la gente que espera, gente de todas las edades, la miseria es grande. Esbozo unas ideas apuradas, para qué, no sé. Pero lo escribo y regreso a la biblioteca donde trabaja de noche el papá de Will. También se llama William Holloway. Me imagino que hace la limpieza bajo una luz raquítica, como a media luz para no espantar los profundos pensamientos de grandeza que lo acompañan cuando está solo. Coincidimos en la biblioteca Jim, Will y yo. Me sorprende que el papá de Will nunca sabe cómo dirigirse a su hijo. El caliope sigue sonando en mi mente y en la de los niños que repentinamente se van corriendo por la calle, atrás queda el señor William, deseando poder correr con ellos, con los niños.

Casi todos los pacientes que esperaban en la fila de enfrente, han sido llamados uno a uno, sus miradas incómodas han sido reemplazadas por otras, noto que algunos entran y salen más rápido que una gallina perseguida,  pero yo sigo más en el mundo de Bradbury que en el psicoterapeuta. 

Al poco rato, sale mi acompañante de su última terapia. 

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Beatriz Osornio Morales. Octubre 15, 2019. Imagen de Picasso.

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Sombras y Cangrejos

Cangrejos y Sombras

Recuerdo el día que me amigue con una sombra. Era la tarde antes de mi cumpleaños en Carolina del Norte.

Comimos en Fish Heads, un restaurante que está construido en uno de los malecones, erigido sobre la arena y el mar, elevado con unos postes y tablas de madera, de tal forma que el armazón es lo único que evita que las mesas y los comensales estén en el agua, bueno y unos cuantos metros de vacío, donde juega el viento a esconderse del azul. En fin, después de comer regresamos al hotel a descansar un rato, los niños y L decidieron darse un remojón en la alberca. Yo preferí dar un paseo por la playa frente al hotel.

La tarde estaba cayendo y la brisa era encantadora. Saqué el celular para usar la cámara, a veces ver a través del lente completa la experiencia del momento. Pero ¿A quién iba a fotografiar? había mucha gente desconocida, unos tomando el sol, otros nadaban o jugaban con las olas, y uno que otro pájaro de arena se paseaba en la orilla dorada, cerca de los bañistas. La transparencia del agua reflejaba un azul turquesa casi como de Caribe. Camine unos metros por donde las olas mojan la arena, a ratos las olas alcanzaban a mojarme los pies.

De pronto note algo que se movía rápidamente en el piso, era un pequeño cangrejo que corría de hoyito en hoyito, era diminuto y albino, casi ni se distinguía del color de la arena, excepto por el movimiento. Fue cuando note que otra cosa se movía conmigo. Una sombra larga y fina se inclinaba hacia el agua. Me moví a propósito para ver qué hacía, la sombra se movió. La capte en el lente, la sombra posó entusiasmada y continuamos un rato intercambiando movimientos, cambiando de pose ella se dejaba empapar por la espuma, era linda en su vestido de espuma que a mí me hacía cosquillas. Los que miraban desde su lugar a la mona que fotografiaba el piso parada en un pie y después en el otro, seguramente pensaron que estaba loca.

Semanas después, cuando escribía para no olvidar, ella, en la que se convirtió el recuerdo, se sentía tan triste, que al intentar proyectar la sombra, se tambaleaba y caía cada cambio de pie. Es como si aquella figura ágil y alargada, hoy sufriera osteoporosis. Costó invertir un tiempo considerable acomodando cada pose y movimiento para completar lo ocurrido. A diferencia de aquel día, hoy, los que observan a la mujer que toma fotografías del piso, no ven la sombra, asumen que le gustan los cangrejos de playa.

El hombre de la pareja de asiáticos que observaban desde su silla bajo un parasol, salió a perseguir a los cangrejos en actitud infantil, se doblaba por la cintura para poner el lente de la cámara más cerca del hoyo, y así, ver de cerca cuando el crustáceo saltara a la superficie, así correteaba el hombre de un hoy a otro, mientras la mujer jugaba en la orilla a no dejarse alcanzar por las olas.

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Texto e imagen Beatriz Osornio Morales