Tengo una felicidad tan concurrida, que seguramente esta noche García Marquez se regocija en la tumba.
Mañana estamos de viaje nuevamente. La mitad de la travesía ha transcurrido, y hemos sobrevivido al ajetreo de la carretera.
Queda una última noche, una de tantas noches en que he escrito el adiós sin ponerle nombre.
Me gustó Kissimee, es un lugar cool cerca de Orlando a pesar del calor; volvería si estuviera a la vuelta de la esquina. Pero es tan remoto del noreste que me parece increíble estar aquí, y estar ebria de millas, a punto de partir más al sur, me produce un vértigo desbordado, casi clínico. Pero quizá solo se trate de los efectos de la distancia, esa rara enfermedad que nos ata a la pata de la cama, el único lugar seguro.
Ya sé que tú me recuerdas andariega, pata de perro, incansable de viajar, pero la distancia se ha convertido en mi criptonita, y hoy estoy sintiendo los efectos anticipadamente.
La felicidad es de acuerdo al antídoto, de estar más próximo el regreso. Nunca pensé que anhelaría regresar a casa, y que ese anhelo me produciría esta felicidad concurrida. Las sábanas parecen más blancas, las cortinas lucen perfectas en sus pliegues dorados, con pequeños bloques de color café claro. Hasta la alfombra oscura con detalles claros proyecta considerable limpieza. Quizá ni las paredes están impecables, ni las sábanas pulcras; la felicidad es cosa de ésta ebriedad, felicidad que se duplica en las palabras.

B.O.M. imagen de la red
Una respuesta a «Los efectos de la distancia»
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